martes, 26 de marzo de 2013

Enredaderas multicolores


Ahí voy. Nadie me para. En diez minutos estoy. En cien. En mil. Tengo que estar ahí antes del amanecer. Antes de que mi cuerpo enmudezca. Ahí me levanto. Muevo mis alas. Quisiera saber dónde podría caerme muerto.
Ahí vas. Ahí estas. Surgido de la nada. Como un buitre que revolotea alrededor de los restos. Sos un ave fénix que renace de las cenizas. Nos encontramos en cualquier lugar. En cualquier momento. Todo tan circunstancial, tan natural. Tu alma era un pedazo de carbón frío.
Me miras a los ojos, la primera vez. La segunda es una mano que se tiende. La tercera es una lágrima recordando historias.
Ahí me voy conmigo mismo y mi sombra. Todo, todo tan natural. Repito para no ser insensato. Pero era un encuentro en miles. La calle llena de gente, la mirada de un transeúnte. Pasa. Y es amor a última vista. Ahí vas. Ahí voy.
Todo me imaginé con vos, corazón vagabundo. Las calles y los brazos entrelazados. Las alegrías, las cenas a la luz de la luna. Un farolito chino hecho en cartapesta para mi cumpleaños. Vivimos años juntos. Me diste hijos, casa, familia (en mi imaginación).
Todo eso y te perdiste en la multitud. Era la calle y su torrente de millones de personas. Calle Florida, peatonal San Martín… En cualquier ciudad. Beijing, Tokio, Nueva Delhi, Paris. La multiplicidad es infinita.
Ahora pensas, ahora pienso cuántos más. Cuántos más pasan y se pierden en la  multitud. Cuántos abortan una historia de amor en un instante. Te vi sentada en un restaurante de comida peruana. Te vi sentado en una parrilla tomando cerveza.  Te vi desde la ventana del colectivo. Cruzaba Ángel Gallardo, Negrito Manuel, via Veneto. Miraba la vidriera de un local de ropa.
¿Ahora dónde estás? ¿Dónde está la historia de amor que no pudo ser? La veo en mis resquicios de historia. ¿Cómo contar la historia de dos que nunca se vieron? Una pollera cruza Juan B. Justo. Un pulover verde conduce por Lorenzo Casey. La soledad es infinita, también.
En estas ciudades, donde no hay historias, todo se pierde. No existe trama posible. Dos personas se miran, siguen en la multitud. A última vista.
Ahí vas transitando tus miedos. Ahí voy. Pero esta vez decido. Freno. Doy media vuelta. No importan los diez minutos. Esos diez minutos que me quedan para llegar a horario. Corro. Te agarro del hombro. Te regalo una sonrisa. Me devolvés llanto de alegría.
Son todos los solitarios de todas las grandes ciudades. Todos ellos empiezan a buscarse. A llegar tarde. A dejar para mañana. Todo por abrazarse con ese transeúnte que devuelve la mirada. Por una pequeña mirada de complicidad. Las ciudades se llenan de sentimientos. Las paredes grises mutan a colores flúo. La gente decide dibujar corazones en la boleta de gas. Con crayones los nenes dibujan el asfalto. Los autos se convierten en artefactos inútiles. Nadie tiene prisa para llegar a ningún lado. De las casas, ahora, nacen enredaderas multicolores.

lunes, 18 de marzo de 2013

Desde el exilio


Ayer le decía a una amiga que yo era un escritor para leer y olvidar. Últimamente vivo exiliado de la vida literaria, esa vida que te exige lecturas en voz alta en bares de mala muerte, recorridos por ferias de libros independientes y esas cosas.Ahora, mientras todos los profesores hacen movilizaciones, yo aprovecho mis días de paro para cocinar chocotortas, tortas fritas, pastafrolas, para mirar mucha pero mucha televisión y dormir con Marquitos hasta la hora que nos de la gana. Nunca estuve tan desconectado del mundo de la literatura como ahora. Creo que es síntoma de ser profesor. La única revista que agarro es una de crucigramas que me compré y que la estoy completando obsesivamente. Tengo pensado comprarme "La tercera fábrica" de Shklovski. Es un síntoma también resguardarme en mis clásicos: en la voz de los poetas rusos, en la narrativa de Jean Genet, en la poesía de Perlongher, en las "Causeries" de Mansilla. Mientras Marquitos se va a su curso de fotografía, yo me hago unos mates y abro ese libro de Mansilla al azar y leo una anécdota. Cada vez estoy más seguro que no hay mejor literatura que la del siglo XIX. En mucho es mejor que la ínsipida y lúdica literatura del siglo XX. El realismo puede con todo, es increíble leer a Henry James o a Tolstoi y darse cuenta de que uno entiende absolutamente todo lo que quieren decir esos autores. 
Igual pensé que no iba a escribir sobre literatura sino sobre mí, sobre mi exilio deliberado. Un santo, el santo que baila, decía que el mercado es una conversación de dos en un castillo. Me doy cuenta de que, nosotros, los que no nacimos para congraciarnos en la juventud todo el tiempo, los escritores viejos aunque seamos jóvenes, entendemos esa sentencia del santo. ¿Qué historias esperan? ¿Dos pibes haciéndose la paja en un lote baldío? ¿Un profesor de matemáticas tomando merca? ¿Esas boludeces esperan? No se dan cuenta de que el snobismo de lo vulgar los va a dejar mochos. 
Hoy me llega más la voz de Liliana Herrero diciendo "Cristo de las redes/ no nos abandones/y en los espineles/ dejanos tus dones". Lo sagrado se me hace más amable, rito del exiliado.

sábado, 16 de marzo de 2013

Prólogo

Puedo ver la sombra de mis pelos ondulados en la pared blanca. El sol que golpea en mi cara trae la tibieza del otoño. Así estamos, de sábado, aburridos, mirando qué poder hacer. Fumás y lees lo que escribo. Escribo y soy como un duende de mis deseos. Hay un mundo afuera que está transformándose. En esta ciudad el frío se siente más frío y la gente sale menos. Hoy a la mañana me dijiste "qué silencio en la calle". A lo lejos pasa un auto, como perdido entre los pocos ladridos de perros. Nosotros nos creamos un microclima que excede el día, que está más allá de la sensación térmica. Desnudos. En verdad desnudos no, vos con tu remera de Patán, yo con una remera que dice Besadorxs, así nos encontramos... en este otoño, en nuestra cueva. El prólogo al invierno está empezando. El momento que nos acurrucamos uno contra el otro y dejamos pasar las horas mirando pelis, inventando historias debajo de las frazadas gruesas. Ya empezamos a comprar chocolates y alfajores, síntoma de este preludio. Ya escuchamos la música más bajo y cerramos las ventanas que nos hacían escuchar las peleas de los vecinos. Ya empezamos a sentir los dedos del pie helados y nos empezamos a refregar esos deditos los unos contra los otros.