Para los que nacimos en el 80, Charly es el flaco escuálido que rompía guitarras, que llegaba tarde a recitales y que tenía su habitación toda pintada con aerosol. Todavía me acuerdo cuando vino a Carlos Keen y tuvimos que esperar cuatro horas para poder verlo.
El sábado Charly no era el mismo. Sentí que estaba viendo a un viejo dopado con inyectables, con buena dentadura pero sin la agilidad mental, la improvisación que tenía ese Charly de hace diez años atrás.
Todos crecemos y no somos los mismos. Charly, ese otro que se paró en un escenario el sábado, me dio lastima. Me da lastima verlo sin drogas ilegales pero inyectado de drogas legales, diciendo "Vamos a pasarla bomba" o "Gracias por haber venido" casi casi como pidiendo disculpas.
De Luis me quedo con un recital maravilloso que fui a ver en la costanera sur, con Anita. Nos sentamos con mates y facturas, teníamos un mantelcito hippon y todas nuestras ganas de escuchar Canción para los días de la vida. Pero de Charly siento que la última imagen que me va a quedar es un encuentro con lo siniestro: un señor de 60 años que pide disculpas, un hijo de la lágrima.
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